Hacete la Película
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Una de Convoys
Es ley que en los western, si hay una balacera, las municiones jamás se acaban para los protagonistas
Una de Convoys

El género western está ligado íntimamente a la historia del cine. El 1 de diciembre de 1903 el cineasta —y pionero— Edwin S. Porter estrenó Asalto y robo de un tren, una historia muda, que retrata un episodio en la vida de unos bandoleros que, como reza el título, cometen un asalto y posteriormente huyen. Los historiadores del medio consideran a esta obra como la primera que presentó una narrativa y una estructura dramática, y contiene uno de los planos de cine más famosos: el líder de los malhechores apuntando con su revolver a la cámara y “disparando” al público. En su momento este final generó shock a los espectadores, quienes pensaron que realmente les estaban disparando. Leer esto en pleno siglo XXI en donde la tecnología alcanzó niveles propios de la ciencia ficción puede sonar en extremo inocente, pero a inicios del 1900 el cine era una novedad, se lo consideraba un arte menor, era un número más propio de una feria y no gozaba el respeto del teatro.

Las historias sobre la conquista del territorio estadounidense, sobre todo en el siglo XIX, cautivaron a escritores antes del inicio del cine, con múltiples relatos que retrataban a los “vaqueros”, hombres de armas tomar que vivían en pueblos desérticos, combatiendo a menudo con los “indios”, retratados como los malos, no como víctimas del destierro y del genocidio en pos del progreso. Entre la década del ‘40 y del ‘60 el género tuvo su época de oro, y hoy en día experimenta una modesta popularidad. Pero el género nunca se fue.

Así como el western está ligado al nacimiento del cine, quien escribe tiene una historia particular con los films de pistoleros cabalgando en esos áridos territorios. Mi padre, quien hoy estaría cumpliendo años, era fanático de estas películas, y mis primeros acercamientos al séptimo arte se dieron a upa de él, mirando fascinado los tiroteos, los hombres saltando a las caravanas desde sus caballos, haciendo piruetas imposibles. Me crié viendo productos como El Zorro o las películas del “oeste” de Clint Eastwood en donde los personajes hablaban poco, gatillaban mucho y parecían estar siempre transpirando.

Aprendí a olfatear el whisky emanando su aroma desde el interior de vasos pequeños, que el barman —siempre con el delantal sucio y probablemente con un bigote pintoresco— deslizaba por la barra de madera de una taberna de mala muerte, repleta de ebrios intentando tocar a alguna prostituta, forajidos de la ley, viejos que apenas podían empinar el codo, y alguna alimaña correteando entre las botas cubiertas de polvo. El vaso con el líquido color ámbar siempre llegaba a manos del protagonista, que debía beberlo con gesto adusto, de un solo trago, mirando desafiante a todos los que lo rodeaban.

Comprendí que los protagonistas de los duelos con pistolas no podían desenfundar antes de terminar la caminata obligatoria, y que casi siempre los bocones que ostentaban sus habilidades para el tiro al blanco solían perecer ante la velocidad y precisión del héroe, menos propenso a las palabras y más volcado a la justicia por mano propia. El tiroteo jamás comienza antes que todo el pueblo se reúna a vislumbrar la matanza. El dueño de la funeraria debe tomar las medidas a los pistoleros para poder construir el ataúd correspondiente. De ser posible, una bola de cardo debe pasar en medio de los dos duelistas, acentuando la tensión. Reina el silencio. Alguien desenfunda más rápido, pero suenan dos disparos. Cae el malo, muerde el polvo. Alguien grita de fondo. El héroe enfunda, previa pirueta, su revolver humeante.

Es ley que en los western, si hay una balacera, las municiones jamás se acaban para los protagonistas.

Los malos caen como moscas desde los tejados, desde sus caballos, ellos jamás aciertan sus disparos, porque los buenos no pueden salir heridos. Los cigarrillos siempre están encendidos, siempre cuelgan elegantes sostenidos apenas por los labios resecos coronados con barbas de no más de tres días. Los vaqueros no deben sonreír mucho, no deben tener muchos amigos, es condición obligatoria tener un pasado oscuro, un amor perdido y uno por descubrir. Deben ser marginados porque sólo así se ganarán su estadía en el nuevo pueblo, y a menudo, resignaran incluso esos honores porque un buen cowboy tiene como hogar el lomo de su fiel corcel, porque su norte es la justicia que llevan en la sangre y que imparten a puro plomo. Es ley que ellos tengan los dientes limpios, rectos, relucientes, porque son los malos los que exhiben dientes amarillos, de madera o no tienen ninguna pieza dental.

Jamás hay espacio para los dos antagonistas en esos pueblitos. Nunca. El pueblo siempre es demasiado pequeño para los dos.

Viendo películas western con mi viejo incorporé el concepto de la paciencia. La narrativa solía ser más lenta porque la vida en el lejano oeste era más lenta. Estos no eran dibujitos animados, no eran películas de dinosaurios o de naves espaciales llenas de colores llamativos y personajes simpáticos. Las de cowboy tenían que ser más lentas, porque los paisajes desérticos merecían ser admirados, porque las acciones valían más que mil palabras, porque la vida suele ir más despacio que las películas de otros géneros.

Pero, sobre todo, viendo western con mí viejo aprendí algo que cualquier lector de treinta años para arriba ya sabe:

No se llaman western.

Cuando papá me invitaba a ver una película siempre, pero siempre, la frase era la misma. ¿Vemos una de convoy?

Nunca importó que no hubiera convoys en el film que veíamos, pero a menudo aparecían. Tampoco eran películas de cowboys. Alguna vez se le escapaba un exabrupto y decía “una de vaqueros”. Pero se corregía de inmediato, porque los vaqueros por aquel entonces eran los jeans. Los anglicismos aún no tenían la inserción en nuestra lengua como hoy en día.

Los Beatles no cantaban The Fool on the Hill, cantaban El Loco de la Colina. Y los western eran “las de convoy”.

Cuando me senté a ver una de convoy moderna con mi papá, le expliqué que era un poco diferente a las películas que habíamos visto antes. Traté de prevenirlo que acá no iba a encontrar la paciencia de Sergio Leone para estirar los tiempos del drama como en su indispensable Trilogía del dólar, ni el lirismo de Sam Peckinpah para contar historias maravillosas como La Pandilla Salvaje o Perros de Paja. Le expliqué que este ni siquiera era un western como él conocía, ya que se desarrollaba en el sur de Estados Unidos, por lo cual era técnicamente un southern.

Tras los preámbulos, le dimos play.

Django Sin Cadenas
La película escrita y dirigida por Quentin Tarantino, llamada Django sin cadenas, es un homenaje al spaghetti western que cuenta la historia de Django, un esclavo negro que libera el dentista King Schultz, un alemán devenido en caza-recompensas que necesita los servicios del hombre para apresar a un trío temible de hermanos, los Brittle, quienes aterrorizaron a Django y sus compañeros. La pareja “despareja” se da cuenta rápidamente que funcionan bien en el negocio, y deciden seguir recolectando recompensas mientras viajan para liberar a Broomhilda, la esposa de Django, quien está esclavizada en los campos de Calvin J. Candie, un terrateniente fanático de las peleas clandestinas.

El film es tanto una película del “oeste” como una historia de venganza, de esas que el director ama contar, y tiene tantos guiños a las películas clásicas del género como las características que le forjaron la reputación en la industria a Tarantino.

Django sin cadenas es una obra en donde la violencia es explícita. Cuando las balas impactan la sangre vuela libre, de forma exagerada, pero siempre estilizada. Los balazos hacen que las víctimas salgan volando, pero también vemos el dolor que provocan. Como en los clásicos del género algunas personas mueren velozmente, pero el director también se toma el tiempo para ver las consecuencias de un duelo con armas, el padecimiento, la agonía de la herida que se sabe, no sanará. Los diálogos son marca registrada del autor, aquí los protagonistas hablan mucho, con una cadencia musical, repletos de insultos —algo que los “viejos” western rara vez ofrecían— e intercambios de palabras ingeniosos, que se asemejan a conversaciones normales pero que esconden una cuota de teatralidad imposible de emular en la vida real.

Esta película tiene un ritmo narrativo ágil, lleno de encuadres novedosos, movimientos de cámara creativos y una propensión a la espectacularidad a la hora de retratar los pasajes más violentos. Pero el guión también ofrece pasajes más relajados en donde el humor negro se cuela de vez en cuando, ofreciendo un respiro a una historia que es trágica en esencia, y brutal en ejecución.

La música es un compilado de clásicos del género junto con una banda sonora original, algo que Tarantino hace siempre en su filmografía porque es un melómano confeso. No consiguió que Ennio Morricone saliera de su retiro para crear música nueva, logro que sí obtuvo con su siguiente film, The Hateful 8, o como se la conoció en hispanoamérica, Los ocho más odiados.

El elenco es envidiable para cualquier producción. Los protagonistas son Jamie Foxx y Christoph Waltz, y los secundan Kerry Washington como Broomhilda, Leonardo DiCaprio en el papel del esclavista Calvin J. Candie, Samuel L. Jackson como Stephen Warren, el encargado de los esclavos en la hacienda, y actores clásicos del género en papeles menores como Don Johnson y el italiano Franco Nero.

El resultado fue un film exitoso (que hoy se puede disfrutar en Netflix) pero que trajo controversia por el excesivo uso de un término peyorativo racial en particular, y lo que muchos calificaron como “excesiva” violencia, sin tener en cuenta que las “malas palabras” son parte natural de repertorio artístico del director, que el vocablo tan polémico se utiliza en un contexto específico, en donde era habitual su uso y que la violencia es parte de la mitología de Tarantino. Todo esto no impidió que la película gane dos premios Oscar (uno a mejor guión original, como para enervar a los detractores) y hasta generó una secuela en formato de historieta en donde Django se cruza con otro mítico personaje: El Zorro.

Epílogo
Terminamos de ver la película con mi papá, y no me animé a preguntarle que le había parecido. Yo sabía que él no era muy amante de los films de Tarantino, y encima era la primera vez que el hijo le recomendaba al padre una del género que tanto nos gustaba a ambos. Temía que la violencia que a mi tanto me divertía en pantalla lo terminara agobiando a él, porque estéticamente no se parecía en nada a las obras clásicas que solíamos disfrutar. Lo miré expectante, de costado, casi con vergüenza, con la ansiedad de quien anhela que eso que tanto le gusta también le genere placer a la persona que quiere.

Mi viejo se estiró en el sillón. Apagó la tele. Me miró y sonrío:

Estuvo buena la de convoy, hijo.

Donde estés ahora, feliz cumple viejo.

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